jueves, 18 de diciembre de 2008

Un poema de Pura López Colomé

Acaso Borneo

Pura López Colomé


...debo ser tu guía y quien te lleve
desde este sitio humilde hasta otro eterno... Dante, El Infierno, Canto I *


Desde la madreperla de cualquier nombre
que va escorando, apuntalando
a uno entre muchos semejantes,
se abre un túnel
de insondable apariencia,
y el atisbo
de su equivalente equidistante.
No su igual.

Digo
anturio o alstromelia
y se enciende alguna flor
de un infernal color de rosa
y otra de pétalos rayados
sobre fondo sin fin;
floresta,
y emerge
el Siglo de Oro,
su modo de bautizar
un bosque ameno.
Algo me secretea:
si cantaras en letanía
el entrevero de aquel huerto infantil,
caimito, nance, zaramullo, chinalima,
resonarían selvas interiores.


*


En nada de esto pensabas tú
en compañía del príncipe indonesio.

Lo innombrable
te mantuvo
a distancia, en reverencia.

Iba en busca de su niña,
natural de esos paisajes
como él mismo o su prosapia,
tanto así
que no podía extraviarse nunca
entre, cabe, sobre, cerca, a orillas de
aquellos manantiales, remolinos
como la palma de su mano.

Su vida,
filial apego a cierta geografía,
te mantuvo
lejos. No demasiado.
No para impedir que a ti llegara
el aullido animal
del instrumento de aliento
de un corazón
que lo ha perdido todo.

Sollozaba el hombre
el monarca
el padre
ante un cadáver infantil
en la ribera.
La maleza, la maleza, la maleza
no lograba ensordecer la pena:

los nombres escondidos
en el milenario juncal
comenzaron a danzar
al ritmo de las lluvias
torrenciales, cadenciosas,
vueltos plegaria volátil
cuerpo inconsútil
endecha
que se eleva al polo norte
o a la Antártica en invierno,
rezumando entre las miles de maneras
de distinguir, en este mundo,
un color blanco de otro:
un color nieve tierna
uno para el frío de varios meses
albo superlativo
un color hielo a punto
todo tan sí mismo como caluroso el verde
al otro lado, al sur de las fronteras,
el verde intenso, verde sólo planta o malaquita
musgo en la piedra, en el acantilado,
breña o tupido matorral
qué más da
y el que denota, connota, anota
un palidecer, un carecer, un prescindir
de tintes y matices poco a poco
hasta la saciedad de la nada
para ser más adelante
llamarada amarilla o color naranja
fuego frutal
neozelandés
o de un Borneo no imaginario
de latitud malaya
alcanzable
con un grito. Un desgarramiento real.

Aguas unas y otras.
De caudaloso y nemoroso afluente
o de témpano diluido.
La misma historia.
Las mismas lágrimas
de alegría
de lamento
de afán
de escurrirse uno entero
por la piel, desde los poros y hasta el suelo,
quedar seco y luego
prolongarse entre la tierra,
reconocer la sangre de mi sangre
hasta la locura
o su equivalente equidistante.

De verbo en verbo
de selva en selva
de polo en polo
de tú a tú...
En lengua ngaju,
se entiende,
por sabido
se calla.

Un dolor borroso, indefinido
te mantuvo
en vilo
en este globo
con un pie en cada hemisferio.
Tan absurdo cual humano.
Tan humano cual divino.
Tan sitio humilde como eterno.

Acaso Comala



B A R A N G K A L I


C O M A L A
Una aproximación entre Indonesia y México
A Pura López Colomé y Geo Legorreta, portales de sabiduría profunda.

Indonesia y México están unidos por un anillo que bordea el océano Pacífico y que entrelaza sus destinos de fuego y movimiento. Las placas interiores que chocan en lo profundo del subsuelo desatan magmas, erupciones de lodo, terremotos, para recordarnos que estos territorios están situados en dos de las zonas físicas más inestables del planeta. Alguna vez hace decenas de millones de años, el territorio actual de Mesoamérica asemejaba en su composición a ciertas partes de la actual Indonesia: gran parte de ella fue un archipiélago, y zonas que hoy son islas –Cuba, Jamaica- estuvieron en un tiempo unidas al continente. Hace también unos pocos millones de años (incluso milenios, cuando el nivel del mar era más bajo), el gran territorio de Indonesia era parte de la región de la Sunda: Sumatra, Borneo, Java, Bali –entre otras- estaban unidas al continente asiático. O bien, de Sahul: Las islas de Nueva Guinea y de Timor, unidas a Australasia. Islas que se tornaron continente, continente que devino en archipiélago: México e Indonesia, volcánicas y de coral, de superficie similar: una nación isleña, la otra continental.
Ambas naciones son inventos de la modernidad, porque en su origen son naciones de naciones. “Muchas y a la vez Una”, reza el himno de Indonesia, afirmando la raíz de su unidad en la asimilación de su diversidad interna: Al momento de su independencia, en 1945, el inmenso territorio compuesto por más de 17,000 islas conocido durante siglos como las Indias Orientales o también como Insulindia, tuvo que asumir el reto de forjar un país con más de 300 grupos étnicos y 720 lenguas y dialectos conviviendo en su interior. A partir de entonces, papuanos y javaneses, dayaks, sundaneses, malayos y minangkabaos –entre muchos otros- por igual tuvieron que forjarse una identidad más amplia, ser indonesios, y darse a la tarea entre todos de construir un país moderno, de cara a los grandes retos mundiales que legó la Segunda Guerra Mundial. Este reto que vivió Indonesia de constituirse como una nación moderna con una identidad nueva basada en su propia diversidad fue compartido por otros países que lograron su independencia durante los mismos años de la postguerra, notoriamente India y los países africanos. El lema de Sudáfrica “!ke e: ǀxarra ǁke” (“Unidad en la diversidad”), en lengua Ixam, significa casi lo mismo que el indonesio “Bhinekka tunggal ika”, en antiguo javanés.



México también es una nación de naciones. Al momento de la conquista del imperio azteca por parte de los españoles, más de 60 diferentes etnias y culturas eran parte del mismo horizonte cultural, llamado Mesoamérica, y que abarcaba del centro del actual México hasta Nicaragua (“Nican Anáhuac”, “Hasta aquí es Anáhuac, en náhuatl”). En esta misteriosa región habían florecido durante milenios civilizaciones muy elaboradas que compartieron un sistema calendárico, formas de numeración, el juego de pelota, una visión cosmogónica parecida entre ellos, etc., y que, pese a su sofisticación cultural, fueron de la Edad de Piedra, pues no conocieron el arte de la metalurgia (salvo el trabajo en oro y plata), ni tampoco la rueda. Mayas, mixtecos, zapotecos, náhuas, tarascos, huastecos, totonacas –entre muchos otros-, fueron parte de esta gran civilización. No había unidad entre ellos. Por eso fue fácil su conquista. Porque no conocían un horizonte civilizacional distinto al de ellos mismos. Al norte, en lo que hoy se conoce como Aridoamérica, vivían pueblos seminomádicos como los huicholes, coras, mayos, yaquis, tarahumaras, anasazi, navajos y muchos otros, que no construyeron grandes ciudades y cuyas culturas no eran agrícolas, sino de cazadores y recolectores. A estos pueblos menos civilizados, los llamaban por igual chichimecas. Mesoamérica no conocía la otredad. No había comercio con el imperio Inca –la otra gran civilización americana del momento. Reinaba la división entre sus pueblos, molestos por el aplastante dominio de los aztecas, asentados en la gran Tenochtitlán, que a la postre se convertiría en la Ciudad de México. La historia nos demuestra que incluso pueblos vecinos, como los xochimilcas, asentados en el mismo valle de México, recelaban de los tenochcas. Al no haber un sentido nacional, para los españoles fue fácil establecer alianzas que a la postre resultaron en la Conquista de México.
Indonesia no sufrió un proceso colonial tan traumático como el que sufrieron los pueblos de Mesoamérica y Aridoamérica. El archipiélago, desde tiempos inmemoriales, estuvo abierto al contacto con culturas muy diferentes a las autóctonas, y la base misma de su prosperidad fue el encontrarse en el centro de las grandes rutas marítimas y comerciales entre los puertos de China y aquellos de la India, Persia y los países árabes. Todos estos pueblos dejaron su impronta en este magnífico arhipiélago: el mahabarata y los textos védicos inspiraron innumerables tratados filosóficos y elaboradas escenficaciones teatrales en las escuelas de Java y de Bali; imponentes templos de inspiración budista –Borobudur- se erigieron en Sumatra y Java; mezquitas y refinadas ciudades en el sur de Célebes, Aceh y en Borneo –por decir sólo unos lugares-, contribuyeron a expandir la fama de los sultanatos de Las Islas del Alcanfor y del Coral, como se les llega a nombrar en Las Mil y una Noches, joya de la literatura islámica. Mientras tanto, los pueblos autóctonos de aquellas islas de exquisitos aromas, se replegaron tierra adentro, en su interior montañoso y selvático, a la vez que sus costas estuvieron sujetas al cambio cultural constante producto de un intenso intercambio comercial. Los elementos culturales autóctonos matizaron las expresiones indonesias del hinduísmo, budismo, islam, y más tarde el cristianismo, con la llegada de los europeos. Los primeros de ellos, portugueses, arribaron a Malaca y a las Molucas en 1512, siete años antes que Cortés a México y, con ellos, el colonialismo europeo. La lucha por el dominio de ciertas materias primas en el mercado internacional dio como resultado un nuevo mundo, que hasta hoy tiene sus consecuencias: podemos decir claramente que esos navegantes portugueses y españoles fueron los que sembraron las semillas de la actual globalización.
El descubrimiento de América transformó a Europa y al mundo. Los pueblos del sur ibérico, que habían sido dominados durante casi un milenio por los árabes, de pronto se vieron dueños de un territorio tan extenso que el mismo Imperio Romano jamás hubiera soñado: La Corona Española impuso también una lingua franca, el castellano, y una religión a lo largo y ancho de América, desde California hasta la Patagonia. En menos de tres generaciones, españoles y portugueses pasaron de ser pueblos oprimidos a ser los amos y señores del oro y de la plata. Pero la riqueza no sólo se expresó en metales: maíz, cacao, tabaco, tomate, maní, papas, yuca, calabaza, chile, vainilla, henequén, algodón, y muchas otras hortalizas, fueron aportaciones americanas al mundo. Y de la misma manera, de Europa y Asia llegaron caballos, vacas, cerdos, ovejas, cabras, gallinas, cebolla, ajo, pimienta, naranja, caña, plátano, coco, limón, uva, trigo, cebada… ¡El paladar nos globalizó mucho antes que todas nuestras ideas científicas y económicas del mundo, o el internet! Pero también las enfermedades migraron: la peste, la influenza y la viruela hicieron que más de la mitad de la población autóctona de América sucumbiera. Europa padeció la sífilis americana. En suma, el siglo XVI nos transformó a todos los habitantes del planeta, no sólo en el ámbito humano, también el mundo animal y vegetal sufrió una transformación irreversible al verse inundado de nuevas especies, plagas, cultivos, que trastocaron para siempre la historia natural de nuestro planeta. Hoy sufrimos las consecuencias de este choque “civilizador”. Las grandes migraciones de nuestro tiempo, con su carga de choque cultural, son mínimas si las comparamos con lo que sucedió entonces. Para los americanos autóctonos, no sólo fue deslumbrante el contacto con el hombre blanco de Europa, sino también con el hombre negro de África, y los asiáticos -similares en color y raza, distantes en espíritu.
Fue entonces cuando indonesios y mexicanos (entonces se llamaban novohispanos) tuvieron por primera vez conocimiento fidedigno del otro. De Acapulco partieron las naves que comerciarían con Manila y de ahí al resto de Asia. Quizás fue la plata de Taxco o Guanajuato la que compró las primeras plantaciones de mangos, cocoteros y plátanos en las costas de Guerrero. Quizá fueron aquellos chiles anchos y piquines los que aderezaron desde entonces los más suculentos platillos de Java y de Sumatra, o todos los platillos que llevan bengkuang (jícama) o cacahuate. ¿A qué sabía la comida del sur de Asia cuándo aún no era picante? Los pueblos de Indonesia y México se conocieron tan sólo de oídas durante siglos. Para los colonizadores europeos durante la era de los descubrimientos y de la transformación estos pueblos fueron esencialmente lo mismo: indios. Ir a las Indias podía ser lo mismo a México que a Madura, a las islas del Caribe que a las Molucas. Implícito quedó el racismo de esta común denominación: para no hacer el esfuerzo de distinguir las particularidades de los pueblos autóctonos, los agruparon a todos por la semejanza en el color de la piel, y así –sin serlo- se convirtieron todos estos pueblos en indios. La palabra indio fue usada por siglos de manera despectiva, y al uniformar toda nuestra profusa diversidad con tan sólo una palabra, el resultado fue que pronto muchos de estos pueblos perdieron el sentido de su identidad, y optaron por convertirse en un pueblo mestizo. No fue parecido el proceso colonial que vivió México al de Indonesia: la Conquista fue una colonización que abarcó el ámbito espiritual, las almas de los indios: se impuso una lengua y se impuso una fe. Nueva España fue lo que su nombre indica: un nuevo territorio mestizo –ya no con cristianos, musulmanes y judíos, como lo fue antes de 1492-, sino con criollos, negros e indígenas, que pronto se mezclaron hasta convertirse en la primera región multicultural del orbe. Un sistema de castas, basados en el orígen racial y en la mezcla, ordenaba el nudo de relaciones sociales –un sistema sólo comparable al de la India-, pero en versión cristianizada, exultantemente barroca y fervorosamente católica. Esta mixtura dio una cultura rica, llena de contrastes, en constante transformación, que recibía en cada generación a una nueva ola de migrantes empobrecidos provenientes de España que venían a hacer las Indias, como nombraban coloquialmente los ibéricos al acto de enriquecerse en la Nueva España y en el resto de las colonias españolas en América: Perú, Cuba, Guatemala, Nueva Granada, Chile y Río de la Plata.
La colonización holandesa de Indonesia transcurrió de manera muy diferente -las marcas no fueron profundas, no quedaron grabadas en el alma de los pueblos ocupados. Fue una colonización comercial, producto más de la codicia y del amor al dinero, que a una misión espiritual. La Compañía de las Indias Orientales Unidas, la primera empresa global de la Historia, ciertamente tuvo un poder que ninguna empresa comercial anterior a ella jamás soñó: acuñar moneda, declarar guerras, negociar tratados, son actos que reflejan potestades que en aquellos tiempos (y en los nuestros también) estaban reservadas a reyes y soberanías nacionales. Los intereses holandeses se circunscribían a lo mercantil. Jamás se propusieron la evangelización como un proyecto paralelo a la explotación de los recursos naturales de las Indias; jamás se imaginaron establecerse y mezclarse para siempre con la población. En las profusas selvas montañosas de Java, o en sus mares monzónicos y coralinos, nunca vieron un eco del paisaje holandés. En cambio, los españoles –un pueblo mestizo, por antonomasia-, sí reconocieron en la altiplanicie mexicana un parecido con Castilla o Andalucía, y el mestizaje con otras razas y pueblos les fue más natural: aquellos que se aventuraron a ir a la Nueva España rara vez regresaron a su tierra natal. Por su parte, los pueblos originarios de esta gran región, perdieron poco a poco y con el paso de los siglos su sentido de diversidad que diferenciaba perfectamente a un nahua de un otomí, a un totonaca de un huasteco. Todos fueron indianizados primero y luego, al mezclarse entre todos y también con sus conquistadores, terminaron por constituirse en lo que actualmente son: mexicanos -el país mestizo por antonomasia.
México e Indonesia deben a su pasado colonial su actual constitución moderna como países republicanos e independientes. Ambos han tenido que lidiar con la difícil situación de conservar la unidad nacional a lo largo de territorios marcados por grandes diferencias culturales, y el riesgo a desmembrarse en innumerables países menores, víctimas de cacicazgos locales o movimientos separatistas. Durante el siglo XIX, México sufrió paralelamente la desincorporación de los territorios de Guatemala y Texas, y un movimiento separatista en Yucatán proclamó por unos años este territorio como país independiente. El espejo de la desintegración de la gran Guatemala en cinco países (Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica) sirvió de ejemplo al resto de México a aspirar a la unidad, para establecer un consenso federalista, a pesar de la enorme influencia que ejerció desde un inició la gran capital de México. Para Indonesia, México pudiera ser un libro abierto de lecciones tanto positivas como negativas, en su accidentada historia de nación independiente con ciento veintisiete años más de experiencia a sus espaldas. Dicen otros latinoamericanos que sólo los mexicanos tienen nostalgia por su pasado, que de noche y día cuestionan quiénes son, construyendo a cada instante su mexicanidad, en esa constante mascarada que son sus fiestas y tradiciones, ricas y variadas, llenas de contrastes de región a región, pero que tienen el común denominador de acceder a la alegría instantánea, que contrasta con el elevado patetismo de su religiosidad exaltada. Pero es que el mexicano, siempre hambriento de identidad, busca en todos sus símbolos desenterrar las señales de su misterio cultural: por eso en el último siglo desenterró pirámides y cerámica a todo lo largo y ancho de su enorme territorio y así poder interpretar su accidentada realidad moderna, donde todos los tiempos están presentes en el presente. Donde a unos pocos kilómetros de esas ciudades modernas, con lo más avanzado del conocimiento tecnológico, y altamente sofisticadas, se convive con formas pre-modernas de comercio, o bien, rige la magia y concepciones del tiempo cíclicas, que nada tienen que ver con la linealidad de los tiempos de la modernidad. En eso también nos parecemos: Las leyendas del orang-pendek en Sumatra o de las mujeres tecolotas de Guerrero llegan a las grandes ciudades cosmopolitas atiborradas de una cultura global acelerada por las tecnologías de la información como México y Yakarta, que albergan respectivamente a enormes cantidades de indígenas recientemente urbanizados y desarraigados de sus poblaciones de origen. Y si no hubiera un vaso comunicante que pudiera unir a este gran conglomerado de pueblos, inteligencias, tiempos, religiones, creencias, en la creación de una identidad nacional, México e Indonesia seguramente se fragmentarían. Ese gran amasijo de identidad es posible gracias a la cultura. Y la gran herramienta de la cultura es la lengua.
Cuando Indonesia ganó la independencia, uno de sus mayores retos fue la pacífica resolución de hallar una lengua que fungiere como la herramienta principal de unificación cultural. Los resultados a más de 60 años son evidentes: el indonesio, la lengua elegida, hoy es hablado por más de 200 millones de personas, convirtiéndose en uno de los idiomas más hablados actualmente en el mundo. A esta lengua le llevará todavía décadas de maduración para unificar sus múltiples variantes regionales. Los medios de comunicación y sus contenidos en esta lengua serán los grandes catalizadores de este fenómeno cultural. En la medida que Indonesia impulse sus industrias culturales tales como periódicos, televisoras, editoriales, teatro, etc., el indonesio irá ganando esa riqueza que caracteriza a las lenguas más ricas y dinámicas, como lo es el español. Hace un siglo, el castellano de América era tan diferente de región a región, que se llegó a pensar que para estos tiempos ya no estaríamos hablándolo, sino que hablaríamos argentino, mexicano, cubano o venezolano. El gran unificador, en los años veinte, fue la radio y los productos culturales –la mayoría mexicanos- como lo fueron su cine y artistas tales como los cantantes. La lengua se salvó de ser disgregada, y hubo fenómenos culturales trasnacionales como en los años 60 el boom de la literatura latinoamericana. La lengua, en este caso el castellano, ha hecho posible que nuestros países latinoamericanos culturalmente sean un solo horizonte cultural, que hace posible el flujo de conocimiento y de sensibilidad aunado al habla de los pueblos. Esta lengua es rica porque se sigue escribiendo literatura en ella, porque su poesía –esa gran forjadora imperecedera de la gran cultura- es vital, y rebasa las fronteras nacionales con tal de hacer escuchar tal ritmo musical con tal poema, adecuándose a todas las variantes locales, con su flora y fauna, su topografía única y particular. Por su parte, el indonesio, siendo una lengua de reciente aprendizaje para muchos millones de habitantes, tiene el enorme reto de expandirse, de cantarse para hacerse entrañable, de ser esa lingua franca de las islas fragmentarias, para unirse al menos en un gran continente lingüístico y cultural. El hecho de que casi la totalidad de indonesios lo hable, es una gran victoria en un territorio donde además se hablan otras 300 lenguas diferentes. El indonesio es y será el gran cohesionador, más que el recuerdo colonial, de esa unidad tan anhelada por los habitantes de este gran archipiélago.
Un fenómeno más sublime relacionado con la lengua sucede con la poesía. Quisiera celebrar en este ensayo el poema “Acaso Borneo” (ver Anexo 1), acaso uno de los poemas más exquisitos de la poesía mexicana escritos en los últimos años. Y en este sentido, celebrar también la diversidad de nuestras lenguas, cada una con su riqueza y tiempos específicos. Este maravilloso poema sobre la orfandad de un padre cuando muere su hija y el dolor supremo expresado en el callado silencio de cualquier lengua –en dayak o en español-, es a la vez un elogio a la manera única que tiene cada lengua de nombrar algo: el color verde, por ejemplo, o un bosque de una forma que sólo podría entenderse bajo la luz de una sensibilidad de un tiempo anterior, como lo es el Siglo de Oro español. Y resulta sorprendente que este enorme poema sea a la vez un gran conector oculto con la selva de Kalimantan desde la lengua que dio a Sor Juana, y también a Pura López Colomé, su autora. No cabe duda que las altas manifestaciones del arte crean lazos invisibles que fortalecen el entendimiento entre pueblos. Es el lenguaje cuando se lleva a los niveles más sublimes y a su mayor belleza lo que provoca esa admiración profunda entre un pueblo y otro. Cuando un escritor indonesio traduce a Juan Rulfo o a Octavio Paz, o cuando una mexicana como Geo Legorreta aprende danzas de java oriental con el maestro Suprapto Suryodharmo, estos individuos se convierten entre sí en puentes culturales que abren caminos para el mayor entendimiento entre nuestros pueblos. De ahí que sea sumamente importante que el diálogo se inicie siempre desde las manifestaciones culturales específicas de cada pueblo. Los negocios y el intercambio comercial serán meras consecuencias del diálogo posible entre nuestras grandes naciones, siempre y cuando haya la posibilidad de establecer dichos puentes.
A casi 55 años de amistad, los pueblos de México y de Indonesia necesitan acercarse más. Si bien, a un nivel diplomático, siempre se ha llevado una excelente relación de profundo respeto -e incluso admiración-, este reconocimiento mutuo se da a un nivel muy alto, que no permea a las clases populares. Es importante abrir ferias y exposiciones que pongan más en contacto a estos dos magníficos países, así como festivales que permitan dar una muestra de lo que cada uno es en el país del otro. Es casi un hecho que México e Indonesia serán en este siglo dos actores fundamentales en el concierto de naciones del siglo XXI, y las decisiones que hay que enfrentar juntos en el marco de cooperación multilateral van más allá de las sanas relaciones comerciales existentes: el calentamiento global, el cuidado de los recursos biológicos (Indonesia y México son el segundo y cuarto países con mayor diversidad biológica del planeta, respectivamente), el desarrollo de nuevas tecnologías, el equilibrio entre tradición y modernidad, las grandes migraciones internas y externas, etc., son temas y retos que indonesios y mexicanos habrán de enfrentar por igual. El conocimiento generado en sus respectivos institutos de investigación, universidades, y otros centros de conocimiento debe ser compartido entre sí, así como el arte, ese gran catalizador de la sensibilidad, que ha hecho posible que sensibilidades tales como la de Miguel Covarrubias en la pintura –por decir una-, hayan logrado transmitir un legado de sensibilidad que trasciende todo sentido de frontera cultural.
Comentario Final

A un nivel popular, los pocos visitantes de una y otra nación que han tenido la fortuna de hacer turismo en el país del otro afirman que el aspecto físico de mexicanos e indonesios es semejante, pero hay que escarbar en nuestra historia para verdaderamente saber cuál es nuestro parecido y cuál es nuestra diferencia. Si las playas suelen ser lo más emblemático de nuestros respectivos destinos turísticos, es comprensible deducir por qué es muy poco probable encontrar a un indonesio en Acapulco, o a un mexicano en Nusa Dua: no hay necesidad de moverse al otro confín del mundo, para disfrutar de lo que está tan cerca de casa. Muy diferente es saber qué mueve a un mexicano acercarse a un país como Indonesia. O viceversa.
Para indagarlo de manera inmediata y superficial, realicé un ejercicio casual: Pregunté telefónicamente a cuatro amigos míos mexicanos de formación universitaria y humanística qué imágenes les remitían de manera personal al evocar la palabra “Indonesia” en sólo dos minutos. Estas palabras fueron las que aparecieron: terremotos, maremotos, campos de arroz, mujeres de uñas largas, gente descalza, lluvia, verde, humedad, trópico, exotismo, budismo, música metálica y con tambores, feminidad, antigüedad, máscaras talladas en madera. Pero una constante fue reconocer que Indonesia era un país lejanísimo, verdaderamente exótico a nuestras referencias culturales, mucho menos conocido que otros países asiáticos. No hay referencias mediáticas o cinematográficas. Alguien dijo la palabra “Yakarta” dudosamente. Los nombres de las grandes islas, su fauna, flora, o simplemente, su condición de archipiélago, no estaban presentes en el imaginario que despierta esta palabra. Hice el mismo ejercicio con otros amigos de formación también universitaria, pero sin un enfoque humanístico o cultural, y el resultado era aún más revelador: decían que les remitía a lo hindú, no podían ubicarlo en el mapa, y el único referente conocido era haber visto computadoras o tenis que decían made in Indonesia.
Para el mexicano común y corriente, Indonesia es un país absolutamente desconocido, difícil de ubicar en sus coordenadas geográficas o culturales, y no lograrían identificar alguna aportación cultural significativa proveniente de este país. Lo mismo apareció en sentido contrario: Una dama joven y cultivada, profesionista, de la ciudad de Pontianak, muy interesada en la comunicación intercultural me dijo que “México” le sugería estas palabras: sombrero (así, en español), Speedy González, desierto, sol tropical, danza latina, faldas floreadas, mercados callejeros, arte exótico, máscaras talladas en madera. Es notable que unos y otros vean entre sí lo “exótico” de sus culturas, y que sólo nuestras máscaras sean las caras que se conocen de nosotros. “Exótico” puede significar ajeno al espectro cultural. Cuando dejemos de ser exóticos, estaremos más cerca entre nosotros. Cuando los nombres particulares de nuestras islas y ciudades tengan un carisma propio en el imaginario de nuestra lengua, y palabras como chocolate o batik aparezcan en nuestros poemas y canciones… Yo sueño con escribir poemas que tengan aroma de plantíos de nuez moscada, o del azufre de ciertas calderas. Quisiera nombrar el pavor de aquellos hombrecillos de Flores cuando tuvieron que enfrentar a los de nuestra especie en su isla de elefantes enanos. Quizá algún poeta indonesio a su vez celebre nuestros tzompantlis de Día de Muertos, nuestros carnavales de chinelos, o nuestros míseros pueblos mineros abandonados en los desiertos del norte, y convirtiéndose acaso en un gran poema memorable, encontramos en indonesio aquel libro: Barangkali Comala…